lunes, 13 de febrero de 2012

Diario La Nación. Francisco Seminario


Domingo 19 de abril de 2009 | Publicado en edición impresa
Sociedad

El malestar de una sociedad fragmentada

Concebido como una solución al problema de la inseguridad, el muro que se intentó levantar en la frontera entre San Isidro y San Fernando, en el norte del Conurbano, puso en evidencia las divisiones y los prejuicios de una sociedad acorralada entre el drama de la violencia y la impotencia de un Estado que no acierta a encontrar respuestas a sus demandas
Francisco Seminario
 
LA NACION
 
Políticas de integración


Del muro casi no quedan rastros. Apenas unos agujeros mal tapados en el pavimento. Desaparecieron los postes de metal y volaron los bloques de concreto, derribados a golpes de maza. A plena luz del día, el intenso ir y venir de autos, camiones y camionetas 4x4, combinado con el deambular desordenado de familias, adolescentes y trabajadores, hace difícil imaginar que alguien pudiera haber concebido la idea de levantar allí un muro divisorio.
Medianera social, muro de la vergüenza, muralla racista, muro de la discordia o de la infamia... Los nombres con que fue llamada la pared que se intentó levantar días atrás sobre la avenida Uruguay, en la frontera entre San Isidro y San Fernando, respondieron a un rechazo generalizado de los medios y la clase política en general a lo que se percibió como una frontera estigmatizante entre dos mundos profundamente desiguales. Es decir, expresaron el rechazo a la noción implícita de una sociedad fragmentada, de desigualdades crecientes y divisiones cada vez mayores entre los incluidos y excluidos de la trama social; de retroceso del espacio público y avance de los espacios vedados a la libre circulación, al encuentro y el intercambio; una sociedad de rejas, alarmas, paredones y, más allá, una tierra de nadie.
Se rechazó también la idea de que no puedan convivir, relacionarse y buscar soluciones comunes y solidarias a los problemas compartidos los vecinos de dos barrios que, sin duda, tienen marcadas diferencias: de un lado, Villa Jardín, barrio de casitas humildes que, calle adentro, se vuelve villa: quince manzanas abigarradas, atravesadas -como buena parte del conurbano bonaerense- por la marginalidad, la droga y el desempleo, postal típica de la precariedad en un partido donde la pobreza supera el 40 por ciento. Del otro, algunas cuadras barranca arriba, La Horqueta, sector residencial y exclusivo de San Isidro, uno de los barrios más opulentos de Zona Norte pero aquejado por un problema también típicamente tercermundista y muy real: la inseguridad, un flagelo compartido por todos en realidad, pero frente a cuyos costos los más pobres son también los más desprotegidos.
El abismo económico entre un lado y el otro refleja algunas de las disparidades más dramáticas en un país en el que, según estudios privados -el Indec dejó de ofrecer indicadores de distribución del ingreso en 2007-, el ingreso familiar medio de los más ricos es unas 27 veces mayor al de los más pobres.
¿Caso de manual de discriminación social, entonces? Esa es una de las lecturas posibles, la más evidente. Y tiene algún asidero: un estudio realizado por el Inadi en todo el país entre diciembre de 2006 y julio de 2008 muestra a la argentina como una sociedad altamente discriminadora. Un porcentaje elevado, según la encuesta -casi el 70 por ciento- "se caracteriza por tener pensamientos o practicar acciones discriminatorios". Y el grupo más discriminado (con el 60 por ciento de las opiniones) es el de los pobres. De allí a asociar la pobreza con el delito y, acto seguido, reclamar o apoyar la construcción de un muro divisorio, no hay más que un paso. Juan Carr, fundador de la Red Solidaria, definió ese paso como "el acto de sinceramiento brutal de los sectores menos moderados de decir ?no quiero estar junto a ellos´". Y en este mismo sentido agregó: "La del muro es una imagen tan violenta como la de un adolescente con un arma, y hay que preguntarse quién ejerce la violencia en este caso".
De manera similar opinó Orlando D´Adamo, experto en comunicación política y director del Centro de Opinión Pública de la Universidad de Belgrano. "La decisión de separar a vecinos de una misma provincia, solo divididos por una circunscripción vecinal, parece partir de la premisa de que quienes viven en San Fernando, o bien son todos delincuentes, o merecen convivir con ellos. Y la conclusión es que son ciudadanos de una categoría diferente y sin duda inferior", señaló.
"El mensaje que se da a la población -agregó D´Adamo-, tanto en su contenido de discriminación como desde el punto de vista de la gestión de gobierno, no puede ser peor: frente al problema de la complejidad de la inseguridad, la "solución" es gastar dinero para levantar una pared... Casi como esconder la basura bajo la alfombra, o pensar, apelando a los mecanismos psicológicos más primitivos, que lo que se oculta se soluciona mágicamente."
Desde un punto de vista sociológico, para Maristella Svampa, investigadora del Conicet y autora de varios libros (entre ellos La sociedad excluyente: la Argentina bajo el signo del neoliberalismo) ,quedó en evidencia que la nuestra "es una sociedad que naturaliza y refuerza cada vez más las desigualdades y las distancias sociales, y que está lejos de pensar en términos de propuestas o soluciones colectivas, globales, integrales, que involucren al conjunto de la sociedad".
Cuando se impone este tipo de comportamiento social, el resultado, según opinó monseñor Rubén Frassia, obispo de Avellaneda, "es la cristalización del problema en una visión de nosotros contra ellos, siguiendo la lógica binaria que imponen las murallas. Y esto equivale a simplificar un problema que sin duda es mucho más profundo".
Pero parece haber un agravante aquí desde el momento en que ese comportamiento es reflejado también por el Estado, actor central en el diálogo social y la definición de políticas que contribuyan a la integración. Cuando por incapacidad o impotencia el Estado renuncia a estas funciones, lo que puede esperarse es la profundización de la fractura social. Lo que a su vez refuerza las fronteras simbólicas entre incluidos y excluidos, porque se perpetúa un estado de cosas.
"Es posible, y de hecho ocurre, que un grupo de particulares se amurallen, que elijan el autoencierro en countries o barrios privados. Eso se puede entender aunque no se lo comparta. Pero acá es el Estado el que decide amurallar, y el Estado tiene otro valor sociológico, un valor muy fuerte", observó Carr, quien sin embargo rescató como hecho positivo la admisión del error por parte de una dirigencia que "finalmente -dijo- escuchó a la gente y dio marcha atrás con la iniciativa".

La lógica del muro

El intendente de San Isidro, Gustavo Posse, afirma que no concibió el muro como una frontera social ni como un mensaje de impotencia administrativa. Estos sentidos surgieron en el calor del debate que provocó la polémica medida, entendida como una metáfora del poder de los prejuicios y del fracaso de las políticas de integración social. Porque aunque la intención haya sido otra, vinculada a demandas atendibles de lucha contra el crimen y la delincuencia, una muralla levantada en medio de una comunidad, además de inútil según los especialistas en seguridad, es símbolo de incomunicación y de supresión figurada de quien quedó del otro lado.
Nada nuevo bajo el sol, en realidad. Estos mismos símbolos cobraron valor en la Berlín dividida en plena Guerra Fría y lo cobran ahora en lugares como Cisjordania, Melilla, Belfast, las favelas de Río de Janeiro y la frontera entre Estados Unidos y México, entre otros. Como señaló el filósofo Santiago Kovadloff, "allí donde hay un muro hay a la vez derecho e impotencia, monólogo y ausencia de debate. Y nuestro muro se inscribe en esta misma línea significativa: hay un derecho a encontrar una solución equitativa socialmente y hay impotencia para hacer valer los recursos de la política y alguna idea de política de Estado".
Tampoco en la Argentina es nueva la lógica de los muros y los alambrados: a partir de las soluciones individuales o sectoriales se fue forjando en el país lo que Svampa, una de las investigadoras que más ha trabajado el tema de la fragmentación social, llama "una comunidad del miedo", que viene de la mano de una "lógica de enclave". Es decir, "la defensa del pequeño territorio, de la isla en sí misma, separada o segregada del resto del espacio social". Ejemplo de esto son los countries y barrios privados que desde los 90 se han convertido en un fenómeno extraordinario de ocupación del espacio urbano.
Lo novedoso ahora, señala Svampa, es que "en nombre de un paradigma del control y de la seguridad, los muros intentan levantarse y avanzar sobre el espacio público". De esta manera, agregó, "en un contexto en el que la problemática de la inseguridad parece desplazar a la de la exclusión, la lógica del enclave pretende ser generalizada como dispositivo de relación entre los sectores favorecidos y los excluidos, sobre todo en aquellas zonas o fronteras en donde el contraste entre riqueza y pobreza es mayor".
Pero, ¿no asistimos acaso a un cambio de modelo de Estado, opuesto en casi todos los terrenos al que se impuso en la Argentina de los 90? Según Svampa, en algunos ámbitos efectivamente el Estado ha buscado retomar su capacidad de regulación, "pero tanto en el ámbito de la seguridad como en el de la defensa del patrimonio público, como es el caso de los recursos naturales, hay una continuidad inquietante". Esto es así porque, agregó, el Gobierno tiene en mente un modelo mixto, público-privado, que marca la continuidad de los moldes de dominación de los 90 en el sentido en que la imbricación entre lo privado y lo público desembocó en una colonización y vaciamiento de lo público". Algunos investigadores, añadió, lo llaman el "Estado ventrílocuo, en el que lo privado habla a través de lo público".
¿Es posible salir de este laberinto? ¿Hay alguna receta para imaginar una sociedad sin muros ni exclusión y en la que al mismo tiempo sean atendidas las demandas de más seguridad? Según Juan Llach, economista y sociólogo, si bien el de los muros es un fenómeno generalizado en el mundo y no exclusivo de los países en desarrollo, "esto no debe ser una excusa para no luchar denodadamente contra el flagelo de la segregación social, el principal desafío al que debe darse respuesta". El camino para derribar los muros pasa, a su juicio, por "promover y darles posibilidades de integración a los que más lo necesitan, con mejores políticas asistenciales y sin clientelismo, con empleo y formación, posibilidades educativas, de vivienda, de salud y de distribución del ingreso". Y al mismo tiempo, añadió, se deben mejorar las políticas de seguridad, que a todas luces están fracasando. "Incluyo en esto la cuestión del narcotráfico, que motoriza buena parte de la inseguridad que vivimos".
Si la tragedia de Valentín Alsina, esta semana, fue un recordatorio más de que la criminalidad afecta a todos, sin distinciones de ningún tipo, una política de muros, vallas y barreras no sólo representa un ideal mezquino de país, sino que además no parece tener mucho sentido. Como dijo Adelia Ramírez, empleada doméstica que vive en Villa Jardín y trabaja en La Horqueta, la del muro "fue una idea absurda, con la que no se soluciona nada".


Nota completa en http://www.lanacion.com.ar/1119732-el-malestar-de-una-sociedad-fragmentada

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